El Gobierno decidió esta semana hacer un gran esfuerzo por controlar el precio de la carne en medio de la crisis sanitaria por el coronavirus. En el intento, desplegó sus armas conocidas: sugerencias a actores del mercado de hacienda, pedidos de información a la industria, inspecciones en carnicerías y cierre de algunos puntos de venta.
La mayoría son fórmulas reiteradas que ya demostraron su ineficacia en otras épocas. ¿Por qué fracasaron? A la cabeza de las respuestas figura la atomización de toda la cadena, del campo a la góndola.
Según los números del ministerio de Agricultura a marzo de 2019 (último dato oficial), la Argentina cuenta con un stock de 54 millones de cabezas, divididos entre unos 205 mil establecimientos agropecuarios.
Para saber si hay concentración en la tenencia de los animales, podemos tomar como ejemplo a la provincia de Buenos Aires, que cuenta con el 35% del stock nacional y las estadísticas más actualizadas.
En 2019, sobre un total de 49 mil establecimientos, el 9% poseía el 44% del stock ganadero. En números absolutos, unos 4.400 productores manejaban 8,4 millones de cabezas. No parece una actividad demasiado concentrada.
Pero si aún pensamos que más de 4.000 ganaderos (muchos de ellos con intereses enfrentados) pueden ponerse de acuerdo para manejar un mercado, vayamos a la siguiente escala productiva, donde encontramos que otros 16 mil productores poseen el 40% del rodeo provincial.
En definitiva, unos 20 mil productores tienen acceso al 84% del stock, muy lejos de una clara posición dominante.
Acá vale una aclaración. Estamos hablando de diferentes segmentos productivos en la mayor provincia criadora del país, donde la proporción de vacas y terneros es mayor a la de otros distritos. Es decir, no toda esa hacienda termina siendo enviada al consumo en un mismo año. Lo cierto es que Buenos Aires también es la provincia que mayor cantidad de hacienda aporta al Mercado de Liniers, donde se generan los precios de referencia para la siguiente etapa.
Comercialización de hacienda
Dejando el eslabón primario, llega el turno de la comercialización. Por Liniers pasaron el año pasado 1,4 millones de cabezas, el 10% del total faenado en la Argentina en 2019.
Obviamente, no es la única vía de venta. Se estima que cerca de la mitad de la hacienda llega a los frigoríficos en forma directa, ya sea en acuerdos productor-industria, o a través de la intermediación de los miles de consignatarios que trabajan en todo el país.
También actúan otros mercados concentradores y cientos de remates feria.
En esta etapa, hay actores con intereses que a veces van en sintonía y otras en dirección opuesta. Por ejemplo, el consignatario toma hacienda de los ganaderos y la vende en remates o directamente a frigoríficos. Pero muchas veces, compite con el mismo frigorífico en la compra al productor.
Conclusión: en este eslabón tampoco es fácil que haya acuerdos de conveniencia para manejar el mercado.
La industria
Volviendo a los números oficiales, el 76% de la faena de hacienda bovina se hace en frigoríficos de control nacional y 24% en mataderos con habilitaciones locales.
De acuerdo seguimiento que realiza el sitio especializado ValorCarne.com -en base a datos de la Dirección de Control Comercial Agropecuario- sobre un total de más de 400 establecimientos que remiten información, las diez principales empresas faenan alrededor del 30% del total nacional. Es decir, hay un 70% del procesamiento que está absolutamente disperso.
Además, que la faena se haga en frigoríficos no significa que éstos sean siempre los dueños de los animales procesados, ni que después comercialicen la carne.
En la Argentina hay unos cuatro mil matarifes y abastecedores. Son actores que no tienen plantas de faena propia, y que, mayormente, tampoco cuentan con hacienda ni carnicerías. Su negocio es la compra de animales y la posterior distribución mayorista de carne, dejándole la faena y la venta al público a terceros.
A pesar de no tener plantas industriales, los matarifes son un actor importante en la construcción del precio de la carne. Por ejemplo, en el área metropolitana de Buenos Aires (AMBA) abastecen alrededor del 75% de las carnicerías.
También acá aparecen demasiados actores, que difícilmente puedan ponerse de acuerdo en generar aumentos por propio interés. Pese a esto, el Gobierno si tiene más oportunidades del seguimiento de precios, sobre todo a partir de las cajas negras que en los últimos años se instalaron en las plantas de faena.
Venta al público
El argentino tiene un enorme apego al carnicero de confianza. Por diferentes motivos, el 75% de la carne que comemos en nuestros hogares es comprada en carnicerías y solo el 25% en supermercados.
A la hora de los controles de precios, los supermercados no son tantos y sus valores de venta son monitoreados permanentemente por la Secretaria de Comercio. Es decir, el Ejecutivo podría tener un control estricto de precios sobre el 25% de la oferta a los consumidores. Podría ser una forma de generar valores de referencia, aunque su efectividad quede desdibujada en épocas de cuarentena donde el comercio de cercanía manda en la compra diaria.
En el caso de las carnicerías, los brazos del estado solo llegan algunas cadenas. Un estudio del IPCVA de 2008 señalaba que en el AMBA había entonces 12.000 carnicerías.
La foto actual es un misterio. Hace un año, desde la Cámara de Matarifes indicaban que el 80% de las carnicerías de la región están sin registración, fuera del ámbito jurídico e impositiva. Es decir, ni siquiera la AFIP podría decirnos con certeza cuántas hay.
En ese sentido, este sería el punto más débil a la hora de intentar controlar los precios de venta al público.
Dejando de lado la discusión sobre si el Estado tiene o no la capacidad de control, los datos planteados hasta acá hablan de un sector muy atomizado, desde la producción a la góndola, lo que limita la posibilidad de cartelización.
Controles y riesgos de lo imposible
El control de los precios de la carne es una tentación recurrente de los gobernantes desde el comienzo de la historia argentina. El primero fue Bernardino Rivadavia en la década de 1820 y sobre esta idea se volvió una y otra vez, siempre sin resultados.
El último en intentarlo fue Guillermo Moreno, quien, a cambio de bajas muy puntuales, provocó una drástica reducción del stock (sin olvidar el impacto de la sequía de 2009), el cierre de plantas frigoríficas y la pérdida de empleo en la industria, entre otros males.
Lo de Moreno es el ejemplo más reciente de lo poco recomendable de estas prácticas que, en el mediano o largo plazo, siempre terminan destruyendo valor. En materia de acceso al consumo, lo aconsejable, sería actuar sobre la demanda (fortaleciendo el poder de compra de quienes lo necesiten) antes que presionar sobre la oferta intentando bajas artificiales de precios. El programa Argentina contra el hambre fue planteado bajo ese concepto, más allá de que se pueda discutir quiénes deben hacer el aporte para abaratar los alimentos a los segmentos necesitados.
Claro, en la anormalidad del coronavirus, la orden de Alberto Fernández de retrotraer los precios a principios de marzo suena lógica y loable en medio de la crisis. Su costo, terminará recayendo sobre la misma cadena que en estos días vio encarecida su dinámica por problemas logísticos, la aplicación de protocolos para evitar contagios y la retracción de ventas, entre otros factores.
Por eso, en esta coyuntura, hay que tener en claro que el cumplimiento del pedido del Presidente quedará en la conciencia y la espalda de los actores de la cadena de ganados y carnes, antes que en el control que se pueda aplicar desde cualquier despacho oficial.