Sin clases presenciales, la educación rural se readaptó para sostener los trayectos lectivos. Del ingenio a la vocación: algunas docentes dejan, tras viajar varios kilómetros, las tareas escolares en las entradas de las casas donde viven los alumnos. Otras se las mandan con los bolsones alimentarios para las familias de los chicos.

En el campo, la pandemia no alteró tanto las rutinas habituales. El mate cocido a primera hora y el pan recién horneado siguen estando, la peonada va temprano al yugo de las labores rurales y ahí están los atardeceres, ésos de una belleza incalculable. Pero algo cambió, con la suspensión de las clases presenciales en todo el país. Ocurre que la escuela en el contexto de ruralidad es un símbolo poderoso, un bastión educativo y sociocultural, y una referencia nostalgiosa de aquellos viejos buenos tratos: la “seño” es “La Seño” —así, con mayúsculas—, y se la trata de usted; las tareas son la obligación de los chicos y los libros, el ideal del conocimiento.

Muchos chicos recorren a caballo varios kilómetros para llegar a la “Escuelita”, —también con mayúsculas y un diminutivo de cariñosa cercanía a un lugar propio—; a otros les queda más o menos cerca, van caminando o trasladados en chatas, siempre que el camino de tierra lo permita, porque las lluvias pueden dejar un lodazal infranqueable. La escuela rural “física” quedó cerrada, y los alumnos guardados con sus familias en las casas.

Pero la educación rural no paró: muchas docentes de esa modalidad siguieron sosteniendo los trayectos lectivos con lo mejor que pudieron, porque las conexiones de internet son limitadas o nulas, y las señales de los teléfonos también. El claroscuro con la vida urbana moderna, donde con el coronavirus, la virtualidad ha sido lo único que acercó el saber a la gente.

Ante la limitación tecnológica, algunas maestras se encargaron de acercar a sus alumnos tareas y actividades escolares por escrito, dejándolas colgadas dentro de una bolsa en las tranqueras que dan a las entradas de las casas donde viven los chicos; otras aprovecharon las entregas de bolsones alimentarios a las familias con hijos en edad escolar (algo que también hacen las escuelas rurales) para así “mandar” también las carpetas con las tareas. Y así, readaptándose todo al contexto, se sostuvo el ciclo escolar. El Litoral reunió el testimonio de tres docentes rurales que dieron cuenta de cómo es dar clases en el campo y en el medio de una pandemia global.

Tareas. La docente Cecila Morelli prepara las carpetas por escrito para enviárselas a sus alumnos, junto con los bolsones de asistencia alimentaria para los grupos familiares.Foto: Gentileza

Relatos en la tranquera

Miriam Ballerini es directora y docente de la Escuela N° 6363 “Marcos Sastre” de la Estancia la Constancia, en Villa Saralegui, a 55 km. de la ciudad de San Cristóbal. Tiene a su cargo en el nivel primario 18 alumnos de 1° a 7° grado, y 4 niños en nivel inicial. Trabaja con otra colega y un docente de tecnología. La escuelita está dentro del casco de la estancia, donde viven 7 familias con niños en edad escolar. Hay otros 4 grupos familiares con chicos escolarizados que habitan muy lejos del establecimiento: a 12 kilómetros, a 10, otro a 6 y otro a 4 kilómetros.

La mitad de las familias de los alumnos que concurren a la escuela no tiene internet, o su señal de línea del celular es muy deficiente. Entonces, la docente, para no perder la continuidad de las clases, ideó un método: para aquellas que viven lejos y campo adentro, iba periódicamente “traqueteando” en su camioneta, trasladándose por sus propios medios, para dejarles las tareas en la tranquera. Si eso no es vocación por la educación, no se ha entendido nada.

“A las actividades por escrito se las dejaba dentro de una bolsita de nylon y colgaditas en las tranqueras (que están cerradas con candado), con todas las indicaciones para que los papás y mamás pudieran trabajar con los chicos, además de los elementos de la copa de leche (en su escuela no hay comedor)”, le cuenta la educadora a El Litoral. En estos casos, las familias casi no tienen internet y la señal telefónica es casi nula, con suerte esporádica. A aquellas que sí tienen una relativa buena conectividad, la “seño” les manda videos: se filma a sí misma explicando las actividades y tareas. Es decir, no deja de educar a través de la pantalla de un celular.

Escasa internet en un mundo hiperconectado

Entonces, el principal obstáculo para seguir dando clases en medio de la pandemia es la casi inexistente conectividad en el campo. Adentro de la escuela, la docente a veces se iba moviendo por distintos espacios con su celular alzado “a la caza” de una señal para comunicarse, hasta que “enganchaba”. Lo mismo hacen las familias que sí tienen celular: tratan de “pescar” una señal. En la escuela sí hay WiFi. Lo que no hay es buena señal de línea de los teléfonos.

En los casos puntuales de las familias de alumnos que no tienen buena conexión, la docente les pidió que manden las consultas, dudas y devoluciones de las tareas en la hora en que “pesquen” alguna señal. “Claro, yo tengo mi celular silenciado, porque me mandan mensajes a la tarde, por ejemplo, pero los mensajes me llegaban a deshoras, cuando ‘agarraba’ internet. Y yo, cuando me levanto, les respondo”, narra.

También fue dando clases por WhatsApp. Esa fue y es la vía más práctica para consultas, devoluciones y, sobre todo, de contacto. “Pero lamentablemente, las familias de los alumnos no podrían abrir los videos que yo les mandaba con las tareas, ni los audios, ni los archivos en pdf. Encima les ‘comía’ todo el paquete de datos móviles, que deben pagar ellos”.

Ahora ella va y entrega las tareas en papel, principalmente: “A las clases las doy por escrito, con explicaciones simples a las mamás y papás para que los nenes entiendan”, relata. Con una conectividad casi nula, es prácticamente la única forma. A medida que las actividades escolares se entregan y que los alumnos las van terminando, los papás se las van dejando a la docente, ella corrige los trabajos y se los lleva. Las tareas se planifican una vez por semana: se preparan para que el alumno tenga un tiempo prudente para realizar las actividades.

Trabajo de hormiga

A Cecilia Morelli la “agarró” la pandemia con apenas 5 años de docencia rural. Y es el primer año que está en la Escuela 6025 “Fortín Ñanducita” en el centro-norte provincial. Tiene a su cargo 18 alumnos de 6° y 7° grado (es una escuela con plurigrado), y comparte trabajo con la directora, dos maestras de primaria y una colega del nivel inicial. El pueblito es, claro, Ñanducita, que no tiene más de 400 habitantes.

Para ella fue todo nuevo. Con sólo seis días antes de que se suspendan las clases presenciales en todo el país, ni siquiera alcanzó a reunir los contactos de las familias de los alumnos. Entonces, empezó por el principio: “Fue todo un trabajo de compañerismo con mis colegas, pues ellas me fueron pasando los contactos: ‘Ese señor es pariente de tal, aquel chico es hermano de aquél’. Así fue”, dice, en diálogo con este medio. Armó una base de datos, todo en un trabajito de hormiga, para luego establecer contacto con los grupos familiares con chicos escolarizados.

El bolsón de mercadería a entregar a las familias que los necesitan fue el “salvoconducto” para llevarles, también, la educación. “Mi directora, cuando entrega las meriendas o los bolsones de mercadería, también les da las carpetas con las actividades escolares. Yo preparo en formato papel las tareas, y a la semana siguiente ellos me las devuelven; las corrijo y se las mando de nuevo. Así vamos haciendo”. Se hace una vez a la semana: todo se da en la escuela, y allí se acercan las familias, con horarios predefinidos para evitar aglomeraciones.

Ahora, Morelli puede trabajar con el cuadernillo de Nación. “Entonces, lo que hago todos los días es mandarles la explicación de las tareas por audios o videos vía WhatsApp a aquellas familias que tienen un modo de acceder a internet. Y para las que no tienen esa posibilidad, cuando van al pueblo, si tienen dudas me preguntan por mensajes o me llaman”.

Pero la mayoría de las actividades son dadas por formato papel. A las copias las hace la propia docente: “Nada de mandar a los familiares o alumnos a imprimir, porque no tienen impresora. El problema es la falta de conectividad: una vez mandé un archivo en pdf un poco pesado, y la mitad de las familias no lo pudo abrir ni descargar. Ahí dije: ‘Bueno, formato papel: porque de lo contrario, algunos avanzan y otros se demoran’”, agrega la educadora.

Y más allá de los contenidos de la currícula (comprensión de texto, resolución de problemas, etcétera), el coronavirus fue también tema de trabajo escolar muy intensivo. Normas de higiene de las casas, cómo lavarse las manos, el cuidarse a uno mismo y a los otros.

Dar clases en un área inhóspita

Desde 2018, Silvia Olivera es directora a cargo (de segundo ciclo, 5° y 7° grado) de la Escuela Domingo Faustino Sarmiento N 1096 “Paraje Los Trebolares”, en Huanqueros. Allí trabaja con otra docente que tiene a cargo el primer ciclo, de nivel inicial. La escuela se encuentra en zona inhóspita, bien campo adentro: a 120 km. de la ciudad de San Cristóbal y 80 km. de Huanqueros. “Tenemos 22 km. de camino de campo por el cual abrimos 8 tranqueras para llegar a la escuela”, le cuenta a El Litoral.

Con la pandemia, el trabajo al principio no fue nada fácil. “Tuvimos que acomodar y adecuar todo lo planificado. En cuanto a las actividades, en un comienzo las mandaba con personas de la zona que venían a San Cristóbal por trámites. Luego, como la escuela tiene comedor, comenzamos a llevar bolsones de mercadería para las familias: aprovechamos esos viajes para acercar las tareas”, relata. A esa labor la realiza ella y su colega cada 15 días.

La conectividad es un problema en la zona —admite la educadora—, ya que no todos los pobladores cuentan con acceso a Internet. Por lo tanto, “muchas de las actividades no se pudieron trabajar de forma virtual, así que adecuamos la mayoría de las actividades educativas de acuerdo al contexto rural en el que viven aquéllos. A los materiales que nos envía el Ministerio de Educación los recibimos de forma tardía —dice—, “aunque esos cuadernillos nos ayudan en algunos contenidos”.

Hay un vínculo muy fortalecido con las familias de los alumnos. “Son muy pocas las que no ayudan mucho, pero tratan de hacerlo. Nuestro mayor contacto es con mensaje común (SMS) o llamadas, ya que internet es una falencia en el lugar. De todos modos, las familias realizan los trabajos, sacan fotos y cuando pueden van a una zona urbana donde acceden a internet usando el paquete de datos, para así mandarme las actividades. Me siento muy acompañada en esta etapa de pandemia”, concluye.

Educar en la ruralidad, un acto de entrega total

“Yo diría que el 90% de familias están ayudando a sus hijos en las actividades escolares. Eso es algo que emociona, porque la mayoría de los papás son peones rurales, y es el único ingreso que tienen”, dice Miriam Ballerini, de la escuelita de Saralegui. Es que la situación económica es complicada también en las familias de campo: buena en algunos casos, y regular en otros.

La escuela como institución en el ámbito de la ruralidad tiene toda una fuerte simbología: es el único referente sociocultural en ese medio. “Aquí hacemos y nos arreglamos lo mejor que podemos. El docente rural, creo yo, debe vivir en la escuela para conocer el territorio, estar al tanto de los problemas de la familias. Y los chicos te toman como referente. Ser docente rural, sin desmerecer a colegas que trabajan en los grandes ciudades, es algo muy especial: una vez que entraste en la ruralidad, te quedás. Dejás todo por la vocación, a veces resignás momentos con tu familia para atender a los chicos. Se lleva en el corazón”, subraya.

Patrones culturales

Cecilia Morelli explica que las costumbres rurales son diferentes. “Son otros patrones culturales: hay mucho más respeto a ‘la seño’, las familias y los chicos se comprometen mucho. La palabra del docente vale realmente. Y si lográs entusiasmar a los alumnos, darles confianza, se animan a hacer cosas que, de lo contrario, no las harían”. Ahí el docente es el nexo hacia la puerta que les muestra que ellos pueden: que pueden aprender, pueden viajar a la ciudad, pueden hacer miles de cosas.

Para Silvia Olivera, las familias están haciendo todo lo que está a su alcance. “Y desde mi lugar hago en muchas casos, hasta lo imposible, para brindarles lo mejor en su enseñanza. Para mí éste es mi mayor desafío profesional, porque no sólo enseño sino que aprendo constantemente de esta situación inusual que estamos atravesando, la pandemia. ¡Es que la ruralidad me enseñó todo lo que sé! Llevo más de 8 años que trabajo como docente rural y puedo dar fe de que es lo más gratificante que se puede vivir”, enfatiza.

FUENTE: Luciano Andreychuk/El Litoral

Dejar respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here